viernes, 11 de marzo de 2011

Por amar a la mar

Es curiosa la inmensa capacidad de amar que duerme en nuestro interior, dejando que todo lo demás sea insignificante cuando poseemos lo amado y que, en ocasiones, nos lleva a lugares consecuentes no deseados, por culpa de nuestra inocente confianza hacia aquello que, aparentemente, es perfecto. Nunca dejaré de sorprenderme…

Una vez, en una taberna, conocí a un hombre desdichado. No es difícil tropezarse con hombres desgraciados, los hay a patadas… Pobres, feos, locos, heridos… Está claro que el hombre, por naturaleza, es pesimista. Pero éste era un tanto especial, por lo menos eso me pareció a mí.
Charlamos un rato y decidió contarme su historia. Y fue sólo entonces cuando comprendí todo ese dolor que aparecía en cada arruga de su frente. Era un hombre que por amor, llegó a olvidar dónde empezaba aquella línea que separa la vida, de la muerte; y ya no podía volver a atrás.
Su amada; la más bella, la que con su esplendor azul cautiva todas las miradas, la que sala los labios al besarla, la que hipnotiza al escepticismo, aquella que con su eterna inmensidad enamoró al recuerdo de mí compañero; la mar. Y es que éste pobre condenado, pirata de los siete mares, hombre astuto, bebedor de ron, fiel amante de la mar, tenía una cita con la horca al salir el sol; y precisamente por eso, por amar a la mar.
Sus cargos eran debidos a que el pirata quiso permanecer a cualquier precio en un navío para estar en contacto con su azul inmensidad. Y se vio obligado a saquear mercancías en puertos pequeños, a invadir barcos ajenos e incluso a acabar con las vidas de aquellos que se interponían en su objetivo. Y todo, por amar a la mar.

Quizá parezca un poco raro. No es fácil entender un amor nunca sentido, aunque tampoco es fácil sentirlo… Creerte dueño de la mar, cuando en realidad es ella la que se ha adueñado de ti, haciendo de ti, un hombre solitario, huraño, ambicioso. Y es que la mar pasó a ser su única riqueza, su desdicha, sus sueños, su miedo, sus vicios, su amor, su vida, su muerte. Tanto es así, que una vez en tierra, éste pirata no tenía nada, éste pirata era hombre muerto.
Y ya no se podía retroceder, el cuello que rozarían las asesinas cuerdas aquella mañana, sería el cuello de un hombre inocente, el cuello de alguien que cayó en las crueles y frías garras marinas, el cuello del que amó a la mar hasta hacerse daño.

A la mañana siguiente, fueron ejecutados más de cien piratas. Cien hombres que se creyeron libres mientras vendían su libertad a cambio de la soledad. Cien hombres desdichados por su propio pie. Cien hombres condenados, por amar a la mar.

Cotlliure

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