jueves, 31 de marzo de 2011

El Hombre del Tiempo

En días como este siempre me pregunto qué es lo que hace que, de repente, un día, sea primavera. Qué es lo que cambia cuando ésta primavera crece tanto que explota y crea el verano. Eso mismo que hace que, más tarde, el verano envejezca y se arrugue en otoño. Ese extraño factor que todo aquello que, un día, fue primavera, verano y otoño, lo convierte en invierno, lo congela, lo hace dormir, esperar… para despertarlo de nuevo en una primavera, un nuevo nacimiento del ciclo que marca nuestras vidas… Bueno, algunas más que otras.

Una vez conocí a un hombre cambiante, un hombre que vivía por fases, por estaciones, las estaciones del año. Un hombre que dependía del tiempo, tiempo que le hacía cambiar y moverse en círculos constantemente. Un hombre del tiempo.

Sí, un hombre del tiempo. Su forma cambiaba con el tiempo, con las estaciones. El ciclo del año manipulaba su estado de ánimo, su sonrisa, sus actos… Haciéndole pasar por mil estados distintos, siempre tan intensos y extremos, tan contradictorios, tan profundos y sencillos a la vez… Tanto es así que aun pienso que quizá no era su estado de ánimo el que dependía del tiempo, si no que era el tiempo el que dependía de su estado de ánimo. Un estado de ánimo inmenso, grandioso… capaz de mover algo tan incierto y aparentemente casual como el tiempo.

En verano, sus ojos, inyectados en locura, bailaban de un lugar a otro con alegría, brillando tanto como brilla el mar una mañana de agosto. Su sonrisa despreocupada permanecía siempre en sus labios, mientras sus dientes saludaban al sol y hacían de espejo de éste, iluminando hasta el más oscuro rincón de la tierra, iluminando mi corazón.
Sus manos chocaban entre ellas dando palmas y sus dedos se chasqueaban al son de la viva melodía improvisada que salía por su boca, haciendo que todos los oídos se volviesen atentos, agradecidos. Los niños en la playa jugaban a su alrededor haciendo castillos de arena. Sus pies descalzos no paraban de moverse, iban de un lugar a otro con tanta facilidad y gracia que parecía no necesitar el suelo para sostenerse. El constante movimiento y la brisa marina hacían que los rizos de su oscuro pelo cobraran vida, rebotando de un lado a otro, sin control, entrelazándose.
El sol estaba siempre presente en su piel cobriza, un sol ardiente, luminoso, brillante… Un sol grande y explosivo, como su corazón… en verano.

Pronto llegaba el otoño. Los buenos recuerdos del verano que aguardaban en la memoria del hombre del tiempo, se secaban y se arrugaban cayendo inertes al suelo, convirtiéndose en hojarasca, en polvo. Desaparecía todo aquello que le hacía feliz, se secaba y caía al suelo. Sus manos permanecían cerradas en un puño, apretadas, como si algo muy importante aguardara en su interior… Nunca se supo lo que sostenían aquellos fuertes puños. Quizá guardaban una llave, la llave de su memoria. Memoria que no quería perder por nada del mundo. O quizá no guardaban nada, tan sólo se cerraban de tristeza, de impotencia, al no tener nada que guardar.
A veces llovía en sus ojos… Ojos que tan sólo reflejaban el color gris del cielo nublado, húmedo, triste… Sus pies empezaban a pesarle, tan sólo podía arrastrarlos por el frío asfalto de la ciudad, como alma en pena, viviendo un recuerdo, viviendo una falta. En sus labios se extinguía su sonrisa, sus dientes ya no saludaban, tan sólo se apretaban, haciendo marcar su mandíbula de rabia, de pena.
El sol se apagaba… como su corazón. Pronto se hacía oscuro, su corazón así lo hacía. Su piel también se apagaba, dejaba de tener el color del sol para tener el color de la luna. Tan sólo quedaban pequeñas marcas que servían de recuerdo de aquello que algún día fue felicidad, locura, despreocupación; de aquello que algún día fue verano.

Pero el tiempo pasaba y llegaba el invierno. Invierno que todo lo congela. El agua, las hojas secas, los recuerdos… También sus rizos se congelaban, pues dejaban de moverse por completo, se quedaban quietos, muertos. Sus pestañas, sus mejillas, su sonrisa, sus ojos… hielo.
Sus manos colgaban de sus brazos, relajadas, rendidas. A veces, él las metía dentro de los bolsillos de su gran chaquetón negro. Eso era lo único que le quedaba, su chaquetón… En ese momento lo daría a cualquier enfermo vagabundo a cambio de volver atrás en el tiempo, a cambio de volver a ser feliz.
Sus pies se hundían en la nieve, dejando huellas, rastro en círculos… Deambulaba con la cabeza agachada, pensativo. Sin embargo, no pensaba… tan sólo esperaba. Esperaba que volviese aquello que había perdido, no podía hacer nada, tan sólo esperar… Esperar que volviese a sentirse protegido, como se siente protegido un árbol con su follaje, esperar a su felicidad, esperar a la primavera… congelado.
Pero el tiempo pasaba despacio pues las agujas del reloj parecían haberse congelado también. El silencio cubría su rostro, su cuerpo. Su corazón apenas latía, apenas sentía… todo aquello que lo hacía bailar en otros tiempos, ahora lo hacía cada vez más frío, menos vivo.

Y de pronto, llegaba la primavera, casi sin avisar. Todo nacía de nuevo, los latidos de su corazón, el brillo de sus ojos, la luz radiante de su piel… Florecía su sonrisa, como florece una flor silvestre por sorpresa. Sus dientes conversaban con el sol, volvían a iluminar la vida, mi corazón. Despertaban sus rizos bailarines. Sus pies se volvían ligeros y se movían despacio siguiendo la nueva melodía que entonaba de nuevo el Hombre del Tiempo.
Todo a su alrededor crecía verde y colorido, impregnando sus ojos que volvían a tener vida. Su piel se mostraba receptiva, acogía los rayos del sol con agradecimiento y generosidad, como un árbol los agradece después de un largo invierno. Sus brazos se extendían y sus pulmones se hinchaban al llenarse de mil aromas, de mil sentimientos. Su felicidad había vuelto.
Nadie supo nunca qué era lo que le hacía volver a vivir… Hay quien dice que fue una mujer la culpable de sus cambios de humor. Quizá así fue. Está claro que lo único capaz de enloquecer al ser humano, es el propio ser humano.
Otros dicen que tan sólo era un desgraciado, loco, solitario, cuyo destino era vivir en círculos, naciendo y muriendo… una y otra vez… como las estaciones del año.

Pero eso tan sólo son suposiciones, habladurías. El caso es que nadie nunca sabrá qué es lo que le hacía vivir así; qué es lo que hacía que el Hombre del Tiempo fuera, o no, feliz; qué es lo que hace que, de repente, un día, sea primavera.

Florecía su sonrisa, como florece una flor silvestre por sorpresa.
Flores de Santiago Mendi.

No hay comentarios:

Publicar un comentario