El cielo llueve para
lavar la cara a los oscuros, los de manos limpias y alma sucia. Pero ellos han
inventado un cutre aparato para proteger sus negras mejillas de la pureza de la
lluvia. Desde que andan sobre dos patas se creen los dueños del universo. Y
siempre quieren más. Que nada salga de la línea pintada o disparo. De mente
especuladora y cuerpo esclavo. De intención sobrada y tiempo escaso. Huyen de
la lluvia porque se sale de la línea. Porque el contacto con cada gota les
duele, les arde, les deshace. Porque la naturaleza en forma de agua, al chocar
con su corrupta piel, explota. Les molesta mojarse la cara porque se
desmaquilla su nariz, se escurre el hollín de su pelo. Y quedan indefensos,
mojados, débiles, desnudos. Y sienten el frío. El frío en crudo. El frío que da
enfrentarse a la cruel realidad con el culo al aire. El frío que da darse
cuenta de que, sin maquillaje, sin ropa, sin todo eso que en realidad les
sobra, dejan de ser reyes y empiezan a ser lo que siempre han sido: pura
consecuencia. Ese frío. El frío que da sentirse clavo en lugar de martillo.
Pero los oscuros, de
mezquina inteligencia, han inventado ese estúpido aparato. Una pieza más de su
armadura en la guerra contra el mundo y su sistema. Y ese aparato funciona casi
siempre bien. Casi siempre.
Y el cielo,
incansable, sigue lloviendo. Lucha por ese “casi siempre”.
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