Enormes cristales
afilados subiendo por mi tráquea. Escupo uno a uno cada trozo transparentemente
limpio. Cortan, duele, pero no hay sangre. Voy guardando los añicos en la mano,
quizá para reconstruir algo que dentro de mí se ha roto, algo que mi cuerpo
está rechazando. Apenas puedo respirar, los cristales escalan por mi garganta
sin parar, uno detrás de otro, sin tregua. No vienen del estómago, no los estoy
vomitando, no los tragué en ningún momento; vienen de más arriba, de otro
lugar, del pecho quizá. Algo se ha roto ahí dentro, algo de cristal, y sin
darme cuenta, contracción tras contracción, estoy barriendo, quitando mi
mierda, sacándola fuera.
“¡Para ya!,
¡respira, joder!, ¡vas a cortarte!, ¡para, para ya, por favor!”. Me lo dices como
si pudiese parar, como si esto lo estuviese haciendo yo. Me lo dices como si no
me estuviese cortando ya. Sí, me estoy cortando, ¡claro que me estoy cortando!,
y duele. Pero no pasa nada. Te veo preocupada, estás llorando. No puedo hablar
y decirte que no pasa nada, que lo que me pasa es normal, que duele pero que me
irá bien, no puedo explicarte que simplemente estoy echando mierda fuera. Pero
no llores, por favor, estaré bien.
Los cristales ya no
caben en mis manos, son demasiados. Tú me ayudas y guardas unos cuantos en tus
manos para liberar un poco las mías. Los coges con cuidado, para no cortarte.
No sabes que estos cristales, por muy afilados que parezcan, jamás podrán
cortarte, solo me cortan a mí, son míos, tan solo me duelen a mí.
Busco la sangre y no
la encuentro, los cristales siguen saliendo limpios. Tiene que haber sangre,
porque duele…
De repente el cielo
se tiñe de rojo, quizá es esa la sangre que buscaba. Tú te asustas. Miras hacia
arriba, por fin en silencio, has dejado de llorar. Parece que lo has entendido,
parece que estás recordando. Sigo escupiendo.
Bajas la mirada,
observas tus manos llenas de mis cristales. De repente ya no ves mis cristales
y empiezas a ver tu martillo. No querías que pasara esto, no sabías que
pasaría. Me abrazas. Sí, lo has entendido. Me agarro a ti, fuerte, pero el
contacto de tu pecho con mi pecho, recién roto, duele, corta sin sangre. Otro
cristal trepa por las paredes de mi garganta, acerco la mano a mi boca para
guardarlo con el resto. Tú empiezas a llorar de nuevo, pero con un llanto
distinto al anterior, un llanto más tranquilo, más amargo, porque ya lo
entiendes.
Sigo sin poder
hablar para decirte que no pasa nada, que estaré bien.
Mamá Google.