Con la valentía, la pedantería y la
poca-vergüenza que requiere el empezar a escribir y describir una experiencia
de la que poca idea tengo, comienzo a narrar algo que no comprendo del todo pero
que, sin embargo, me está sucediendo. Quizá por necesidad de discernir y
razonar para lograr entender mi estado físico, mental y emocional, o quizá
simplemente por necesidad de entretenerme con la saciedad de aquello falsamente
constructivo (o instructivo)… el caso es que voy a exponer aquí los hechos
vividos y las teorías construidas (“teories filles de la pràctica”) que me han
llevado a reconocer un nuevo virus zombi gracias a noches en vela, madrugones y
madrugadas, y sobre todo gracias a conversaciones con personas (y/o voces de mi
mente) que me han sabido rizar el rizo lo suficiente.
Todo comenzó la noche del 27 de julio de este
año, 2014, hace exactamente nueve días. Mientras yo disfrutaba de la paz que me
da el cambio de luna, del sabor de la nostalgia superada, de la respiración
tranquila sin la fría omnipresencia del satélite, contraje traicioneramente un
aparente resfriado de verano y una potente alergia por todo mi brazo izquierdo,
parte del pecho, espalda y cuello. Cuando desperté, luchando contra la resaka y
el recuerdo de la noche anterior, fui corriendo a urgencias (pobre ilusa), al
ambulatorio de Manso, donde me atendieron con una sorprendente rapidez a pesar
de los recortes, a pesar de las heridas de los espacios “públicos” (y púbicos,
dicho sea de paso), y donde me dijeron, después de pincharme un antihistamínico
en mi reverendo culo (reblandeciendo la pequeña parte digna de intimidad que me
queda), que no me preocupara, que se
trataba de una simple reacción alérgica a la (y cito textualmente al
funcionario) “picadura de algún bichito” o simplemente al calor, sudor y
derivados. En fin, parecía ser una cosilla (= cosa + sencilla) de estas que
suceden simplemente por estar viva. No me preocupé y, quizá demasiado confiada,
rechacé la receta de una pomada antihistamínica pensando que el gel de aloe
vera de casa lo solucionaría todo una vez más. Sin embargo, la reacción
alérgica, aunque se redujo después de la inyección, persistió un par de noches
más, extendiéndose de nuevo poco a poco. ¿Qué tipo de “picadura de bichito” era
esa? Más tarde lo supe. Apareció el miedo, ese miedo fatalista que me recuerda
que vivir no es más que ir posponiendo el morir, ese miedo, el único capaz de
obligarme a ir, como impulso, a uno de los lugares más macabros de la city: la farmacia. Me compré la crema
antihistamínica que en urgencias me quisieron recetar y volví a casa con
andares de perra arrepentida. Con los días y la pomada, la piel se desinflamó,
la irritación bajó y el rojo-alarma se convirtió en marrón-costra, tal y como
todavía permanece (sí, parece ser que me he tatuado sin quererlo, pero por lo
menos ya no pica).
En cuanto al resfriado, los primeros días (y
sobre todo noches), utilicé, por pereza y cobardía, el famoso parche del
auto-engaño: ignoré mis pesados mocos, mis insistentes ataques de tos y mis
inoportunos estornudos y seguí fluyendo por el macro-clima (o clímax) de Barna
en verano (“ojos que no ven, coraçao
que no siente”). Hasta que llegó la fiebre y, con ella, de nuevo, el miedo:
volví a la farmacia. Debo puntualizar que suelo acudir a una
farmacia-herbolario que hay en la calle Floridablanca, no solo por su parte
“herbolario”, también porque ya conozco a las chicas que trabajan allí y las
prefiero a ellas que a un señor muy serio que me diga que tengo que dejar de fumar
y sonreír. El caso es que, después de estar todo un día encerrada en casa sin
hablar con nadie, llegué a la farmacia con un puntito de lokura (con k)
dicharachera. Les conté a las chicas que estaba experimentando un nuevo virus
zombi, algo distinto al conocido, que algo así debía ser, ya que me había sucedido
en la misma semana lo de la alergia y lo del resfriado, que mis métodos de
siempre no estaban funcionando y que por eso mismo había terminado en la
farmacia ya por segunda vez. Lo dije sin saber lo que estaba diciendo, pero más
tarde todo cobró sentido. De todas formas, después de mucha cháchara y risas,
las chicas me sedujeron una vez más y terminaron vendiéndome un remedio natural
(yo realmente buscaba un medicamento tipo Bisolgrip,
algo que me curara rápido y sin pensar, pero me vieron con tono anticapi’ y
pensaron que sería coherencia, supongo): Oléocaps,
unas capsulitas de color caramelito con cuatro aceites esenciales naturales. Me
lo creí, me lo creí todo: la picadura del bichito, la tos, el virus zombi y los
caramelitos que prometían salvar mi cuerpo y alma.
Una vez en casa, comenzó a suceder lo peor:
empecé a ser consciente de que la broma que llevaba días sosteniendo por pura
payasería, lo del virus zombi que iba predicando por todas partes, podía ser
real. Y ahora ya no habla la lokura, era (y es) real; pero de un modo distinto,
no el virus zombi común, no el que todas conocemos por esas historias-producto
que lanza la industria del arte de consumo; un virus zombi distinto, quizá con
algo de postmodernidad, un virus zombi que padecemos algunas personas vivas ya
en la ciudad y que, poco a poco, irá extendiéndose, como cualquier sutil
epidemia postmo’. Me perturbaba la idea, empecé a desesperarme y esta vez el
miedo no me llevó a la farmacia, me llevó a la Wikipedia.
Tecleé “zombi” y mis ojos devoraron las
letras. Sin embargo, no encontré una definición concreta de lo que yo estaba
denominando “virus zombi”. Continué mi búsqueda hasta altas horas de la noche
y, con una densa confusión, entre ataques de tos e infus’ con miel y limón, me
sumí en un sueño reafirmador. Al despertar, todas las piezas del puzle habían
por fin encajado: el virus zombi empezaba a ser reflexivo. La figura del zombi hasta
ahora conocida requiere, a parte de la muerte y la resurrección del cuerpo, un
estado de no-consciencia que lleva a la acción mecánica y esta,
inevitablemente, a la destrucción de todo ser que sí tenga consciencia y
voluntad de supervivencia. Pero el virus del que yo hablo, no comporta inconsciencia,
sino consciencia. Era lo que me estaba sucediendo a mí: estaba contagiada, pero
antes de morir y dejar de ser viva para ser zombi, estaba condenada a una vida
de virus reflexivo, de virus mío para mí misma, una consciencia que se piensa a
sí misma y, más tarde, una zombi que se sabe zombi y que, condenada a este
bucle mental, es incapaz de llevarse a la acción. Aquí radica lo realmente
peligroso: las nuevas zombis no destruyen, simplemente son y saben que son; y
aquí termina todo, no hay acción, no hay gesto, no hay lucha (ni siquiera hay
resistencia pasiva), simplemente hay tedio, hay blanco (o gris), hay bloqueo,
no hay nada.
Y, ¿por qué un virus zombi de estas
características?, es mucho más potente la figura de zombi de naturaleza dual (cuerpo
sin alma o alma sin cuerpo), sí, pero ya no resulta efectivo en un contexto de
tantísima posibilidad como es esta trepidante sociedad plural. Una vez más, el
sistema capitalista se ve obligado a reinventar, flexionar y absorber para
sobrevivir triunfante; se trata de un clic más en la reutilización de la figura
de zombi. Me explico: todas sabemos que una de las apariciones de la figura de
zombi fue utilizada como retrato y crítica a la sociedad consumista; también
todas sabemos que rápidamente el sistema fue capaz de absorber dicha figura y
convertirla en personaje-producto, en peón, en alimento. Bien, resulta tan
voraz el hambre del capitalismo que ya no queda ni una mísera migaja de la
naturaleza zombi. Están por todas partes, sí, en video-juegos, películas, cómics,
novelas, posters, calzoncillos, camisetas, sábanas, revistas, televisión,
helados, caramelos, etc., pero su naturaleza se ha reducido a herramienta de
venta, a producto; ya no existen esas zombis, nadie cree en ellas, ya no existe
el temor al apocalipsis o al virus zombi, ya nadie sueña con ello sin el prisma
de la alejada ficción que tranquiliza siempre en todo despertar. Esto suponía
un hueco, un vacío, que el sistema quiso rabiosamente aprovechar. Por ello, se
creó el nuevo virus zombi, un virus que bloquea, que prohíbe la acción, ya en
vida, ¿qué hay más efectivo para el capitalismo que un virus que frene todo
tipo de hacer sin frenar el pensar? Un estado de no-consciencia se detectaría
mucho más rápido (sobre todo después de la súper-instrucción que el mismo
sistema se ha encargado de hacer a to’ kiski sobre las zombis) y podría existir
algún tipo de resistencia por parte de las no-afectadas, la no-consciencia ya
no interesa, ahora se lleva la consciencia, la reflexión, y el no-hacer-nada.
Se creó, y cuando digo “se creó”, quiero decir “se trajo a la realidad”,
existe. Existe y yo misma me lo induje y lo padecí (sí, el nuevo virus zombi es
reflexivo en todos los aspectos).
Otra característica de este virus zombi es
que su espacio de propagación e inducción es la quinta dimensión, la dimensión
propia de la telepatía, del subconsciente (que, por muy punkis que seamos,
siempre alberga discurso capitalista) y de los sueños; al fin y al cabo, la
dimensión donde la ficción se empodera del espacio y del tiempo. Aquí tiene
sentido el carácter reflexivo, de auto-inducción, del virus: la quinta
dimensión es la dimensión mental, donde las construcciones mentales reinan y el
sujeto brota por todas partes, un espacio muy fértil para el virus. Esto lo
descubrí porque, después de las mil bromas que hice respecto al virus zombi sin
saber lo que decía, una colega me contó que soñó con un apocalipsis zombi. Es
extremadamente interesante este punto, pues en realidad no soñó con un
apocalipsis zombi, sino con un intento fallido de apocalipsis zombi: esta vez
ganaban las buenas. Para alimentar la curiosidad de las morbosas: las zombis,
en el sueño de la colega, se mataban gracias al ataque físico directo de unas
jóvenes en banda que, con robots construidos por ellas mismas y parapentes,
lograban propinar al ejército de monstruos. Gracias a este sueño, mi colega,
sin saberlo, le dio al virus zombi donde más le duele, en su dimensión
favorita, la quinta, la de la ficción; y al compartirlo conmigo pudo ayudarme,
también sin saberlo, a curarme, a eliminar el virus de mi cuerpo y, sobre todo,
de mi alma. El curarme estaba a la vuelta de la esquina, solo debía soñar más,
hurgar más en mi subconsciente, y vencer desde allí esta dolencia. Y, volviendo
solo por un momento a las capsulitas de cuatro aceites esenciales que me
vendieron las chicas de la farmacia, no eran ningún engaño, claro, todo cobró
sentido en aquel momento, eran la alternativa a la industria farmacéutica, la
parte “herbolario”, lo anticapi’ material. Todo estaba dispuesto para que yo
venciera. Y así lo hice.
Y, ahora, al escribir todo esto, me estoy
dando cuenta de que, en realidad, estas letras no son más que parte de la
terapia para curarme, pues pienso que quizá el identificar, reconocer y
focalizar, puede ayudarme a soñar más concretamente y a crear las condiciones
que necesita mi revolu’ interior para nacer y sacarme de esta terrible convalecencia,
de esta no-muerte tan lenta y larga, y llevarme a la acción de nuevo, a esta
pelea que es la vida, al gesto teatral del deslizar-se y penetrar en algunas
cosas.
Pero el nuevo virus zombi no cesa, es una
constante amenaza que estamos sufriendo todas desde quién sabe cuándo, y que no
todo el mundo es capaz de identificar del mismo modo y vencer. Por eso advierto
de su existencia y narro mi experiencia, por dar a conocer un poco más el arduo
rol que sin otro remedio debemos ejercer, por esbozar un poco otra de las
dimensiones de ataque a la vida que está utilizando el capitalismo. Así, invito
a la precaución que hay en la formación crítica y a la cura que hay en lucha
anticapitalista.
Por último, para ayudar a detectar este
virus, voy a enumerar algunos de los que yo considero síntomas: tos, urticaria,
mirada perdida, un constante nihilismo ensordecedor, repentino gusto por
placeres vacíos típicos de las hipsters o modernas (como Sala Apolo o Twitter),
tedio, un efímero alivio en el vino blanco, dificultad para mantener
conversaciones y sobre todo para escuchar (o comprender), pesadillas
introspectivas cada noche, brotes de lokurita (con k) que son leídos como
nerviosismo, payasería o borrachera, etc. Sin embargo, no hay que olvidar que
el virus zombi es más mental que físico; el cuerpo físico no es más que
reacción, la creación y recreación está en la mente, en el sueño, en la
enajenación del pensamiento pervertido. Es importante también saber que en
especial es peligroso este virus en agosto, justamente cuando las defensas del
discurso crítico político están más bajas, cuando el activismo se congela,
cuando la lucha de clase se deja eclipsar por el sexo y las drogas (placeres
muy amigos también de la quinta dimensión); así es que debemos estar mucho más
atentas durante esta época, compañeras, el nuevo virus zombi se mueve entre
nosotras.
5 de agosto del 2014, Barcelona