Si la soledad
tuviese un color, este sería el gris.
Todo lo veo gris. El
edredón, las colillas en el cenicero, la luz de la fría tarde, el cielo de
invierno, el jersey… Incluso el silencio es gris. Un silencio roto por el
“tic-tac” del reloj. Un silencio contado, medido. Sin embargo, un silencio casi
infinito, mortal. Como un alto precipicio.
A veces la soledad
me gusta. Algún que otro rato perdiendo la mirada y dejando volar el alma.
Tranquilidad. Estufa. Soñar despierta. A veces la soledad me hace crecer, me
llena, me hace sentir libre, independiente. Esa soledad sería de color naranja.
Pero la soledad de
hoy es distinta. Es gris. Triste, intenso, pesado y opresor gris. Hoy me siento
inquieta, nerviosa, como si todo lo que dijese e hiciese tuviese eco, tortura.
Tortura.
Me siento encima de
la cama deshecha y siento que el gris del edredón me amordaza cada centímetro
de la piel. Hasta llegar a los dedos de los pies, que luchan y hacen presión
hacia abajo para liberarse. Las pestañas se me enredan y se pegan. Niegan a mis
párpados un abrir y cerrar libre. También hay gris dentro de mis ojos. La nariz
sigue en su sitio, congelada, como siempre, pero los pulmones se han quedado
dormidos. No se llenan de aire. Supongo que rechazan ese aire gris, contaminado
de soledad.
Sin que me quede
otro remedio, abro la boca con fuerza, de golpe, de susto, por instinto. Y
grito. Grito un “no” alto y fuerte, un “no” que podría romper cristales y hacer
reflexionar, que podría marcar un antes y un después. Pero no sirve de nada. Mi
aparentemente poderoso “no” se pierde entre las paredes. El gris apaga su
potencia, apagando también mi última llama de voluntad. No he roto ningún
cristal, no hay antes, no hay después. Solo queda el eco de mi grito. Tortura.
Me quedo débil, sin
voz, sin aliento, y me abandono a la mordaza del edredón. Los músculos
se convierten en piedras, se me entumecen, me pesan. Me hunden. Caigo rendida
encima de la cama en una posición casi imposible. Dejo que el mar gris de mi
edredón me trague, me ahogue. Me da igual. Ese cuerpo ya no soy yo, es mi
prisión.
Pasan horas y me
quedo en auténtico stop. Quizá he
dormido. Quizá estoy dormida todavía ahora. Quién sabe. No quiero saber nada.
No hay nadie conmigo, ni siquiera yo misma estoy conmigo. No quiero gris. Gris.
De repente abro los
ojos. Lucho. Intento abrir los barrotes de la ventana de mi pecho y escaparme.
No puedo. ¿Qué hago? ¿Qué me pasa? Nada. Puedo evitar esta soledad. Abrir la
ventana y ventilar. El gris se iría. Pero no lo hago, porque no quiero. O no
puedo. No me quedan ganas. Ni cerillas. ¿Mechero? Enciendo un nuevo cigarrillo.
El humo diluye la nitidez de la habitación. Parece que quiere hacerme compañía.
Yo, Itsaso, más sola que nunca; él, humo, más gris que nunca. Una colilla
más. Se emborronan mis ideas, si es que las tuve claras en algún momento. Sola
no puedo.
No siento nada
dentro. Me he dejado llenar de gris. El humo. Me duele el silencio, me duele el
vacío, el hueco, el eco. Cojo a Balzac, abro una página al azar y empiezo a leer.
Intento llenarme de algo. De lo que sea. Algo. El cigarrillo no ha funcionado. Paso
las páginas ansiosamente, no sé qué dicen, no me interesa, pero me llenan.
Siento una extraña sensación. Será el tedio. Siempre lo había odiado, hasta
hoy. Es mejor el tedio que el vacío. Bostezo. Tic-tac. Eco. Tortura.
Decido plantarle
cara al eco. Puedo con el gris, al fin y al cabo no es más que yo misma, soy yo quien
lo pinta. Pero no puedo con el eco, el vacío, me mata, me muero. Cojo aire. Me duele la
bocanada en el pecho. Escuece. Pero me da la fuerza necesaria para empezar a
leer en voz alta. De carrerilla. Por impulso. Quizá así me siento menos sola.
Menos gris. Leo y leo sin prestar atención a las palabras, respirando en cada
coma, renovando la saliva en cada punto.
La tarde es larga.
La soledad me pesa de la S a la D.
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