lunes, 11 de agosto de 2014

El nuevo virus zombi del capitalismo


Con la valentía, la pedantería y la poca-vergüenza que requiere el empezar a escribir y describir una experiencia de la que poca idea tengo, comienzo a narrar algo que no comprendo del todo pero que, sin embargo, me está sucediendo. Quizá por necesidad de discernir y razonar para lograr entender mi estado físico, mental y emocional, o quizá simplemente por necesidad de entretenerme con la saciedad de aquello falsamente constructivo (o instructivo)… el caso es que voy a exponer aquí los hechos vividos y las teorías construidas (“teories filles de la pràctica”) que me han llevado a reconocer un nuevo virus zombi gracias a noches en vela, madrugones y madrugadas, y sobre todo gracias a conversaciones con personas (y/o voces de mi mente) que me han sabido rizar el rizo lo suficiente.

Todo comenzó la noche del 27 de julio de este año, 2014, hace exactamente nueve días. Mientras yo disfrutaba de la paz que me da el cambio de luna, del sabor de la nostalgia superada, de la respiración tranquila sin la fría omnipresencia del satélite, contraje traicioneramente un aparente resfriado de verano y una potente alergia por todo mi brazo izquierdo, parte del pecho, espalda y cuello. Cuando desperté, luchando contra la resaka y el recuerdo de la noche anterior, fui corriendo a urgencias (pobre ilusa), al ambulatorio de Manso, donde me atendieron con una sorprendente rapidez a pesar de los recortes, a pesar de las heridas de los espacios “públicos” (y púbicos, dicho sea de paso), y donde me dijeron, después de pincharme un antihistamínico en mi reverendo culo (reblandeciendo la pequeña parte digna de intimidad que me queda),  que no me preocupara, que se trataba de una simple reacción alérgica a la (y cito textualmente al funcionario) “picadura de algún bichito” o simplemente al calor, sudor y derivados. En fin, parecía ser una cosilla (= cosa + sencilla) de estas que suceden simplemente por estar viva. No me preocupé y, quizá demasiado confiada, rechacé la receta de una pomada antihistamínica pensando que el gel de aloe vera de casa lo solucionaría todo una vez más. Sin embargo, la reacción alérgica, aunque se redujo después de la inyección, persistió un par de noches más, extendiéndose de nuevo poco a poco. ¿Qué tipo de “picadura de bichito” era esa? Más tarde lo supe. Apareció el miedo, ese miedo fatalista que me recuerda que vivir no es más que ir posponiendo el morir, ese miedo, el único capaz de obligarme a ir, como impulso, a uno de los lugares más macabros de la city: la farmacia. Me compré la crema antihistamínica que en urgencias me quisieron recetar y volví a casa con andares de perra arrepentida. Con los días y la pomada, la piel se desinflamó, la irritación bajó y el rojo-alarma se convirtió en marrón-costra, tal y como todavía permanece (sí, parece ser que me he tatuado sin quererlo, pero por lo menos ya no pica).

En cuanto al resfriado, los primeros días (y sobre todo noches), utilicé, por pereza y cobardía, el famoso parche del auto-engaño: ignoré mis pesados mocos, mis insistentes ataques de tos y mis inoportunos estornudos y seguí fluyendo por el macro-clima (o clímax) de Barna en verano (“ojos que no ven, coraçao que no siente”). Hasta que llegó la fiebre y, con ella, de nuevo, el miedo: volví a la farmacia. Debo puntualizar que suelo acudir a una farmacia-herbolario que hay en la calle Floridablanca, no solo por su parte “herbolario”, también porque ya conozco a las chicas que trabajan allí y las prefiero a ellas que a un señor muy serio que me diga que tengo que dejar de fumar y sonreír. El caso es que, después de estar todo un día encerrada en casa sin hablar con nadie, llegué a la farmacia con un puntito de lokura (con k) dicharachera. Les conté a las chicas que estaba experimentando un nuevo virus zombi, algo distinto al conocido, que algo así debía ser, ya que me había sucedido en la misma semana lo de la alergia y lo del resfriado, que mis métodos de siempre no estaban funcionando y que por eso mismo había terminado en la farmacia ya por segunda vez. Lo dije sin saber lo que estaba diciendo, pero más tarde todo cobró sentido. De todas formas, después de mucha cháchara y risas, las chicas me sedujeron una vez más y terminaron vendiéndome un remedio natural (yo realmente buscaba un medicamento tipo Bisolgrip, algo que me curara rápido y sin pensar, pero me vieron con tono anticapi’ y pensaron que sería coherencia, supongo): Oléocaps, unas capsulitas de color caramelito con cuatro aceites esenciales naturales. Me lo creí, me lo creí todo: la picadura del bichito, la tos, el virus zombi y los caramelitos que prometían salvar mi cuerpo y alma.

Una vez en casa, comenzó a suceder lo peor: empecé a ser consciente de que la broma que llevaba días sosteniendo por pura payasería, lo del virus zombi que iba predicando por todas partes, podía ser real. Y ahora ya no habla la lokura, era (y es) real; pero de un modo distinto, no el virus zombi común, no el que todas conocemos por esas historias-producto que lanza la industria del arte de consumo; un virus zombi distinto, quizá con algo de postmodernidad, un virus zombi que padecemos algunas personas vivas ya en la ciudad y que, poco a poco, irá extendiéndose, como cualquier sutil epidemia postmo’. Me perturbaba la idea, empecé a desesperarme y esta vez el miedo no me llevó a la farmacia, me llevó a la Wikipedia.

Tecleé “zombi” y mis ojos devoraron las letras. Sin embargo, no encontré una definición concreta de lo que yo estaba denominando “virus zombi”. Continué mi búsqueda hasta altas horas de la noche y, con una densa confusión, entre ataques de tos e infus’ con miel y limón, me sumí en un sueño reafirmador. Al despertar, todas las piezas del puzle habían por fin encajado: el virus zombi empezaba a ser reflexivo. La figura del zombi hasta ahora conocida requiere, a parte de la muerte y la resurrección del cuerpo, un estado de no-consciencia que lleva a la acción mecánica y esta, inevitablemente, a la destrucción de todo ser que sí tenga consciencia y voluntad de supervivencia. Pero el virus del que yo hablo, no comporta inconsciencia, sino consciencia. Era lo que me estaba sucediendo a mí: estaba contagiada, pero antes de morir y dejar de ser viva para ser zombi, estaba condenada a una vida de virus reflexivo, de virus mío para mí misma, una consciencia que se piensa a sí misma y, más tarde, una zombi que se sabe zombi y que, condenada a este bucle mental, es incapaz de llevarse a la acción. Aquí radica lo realmente peligroso: las nuevas zombis no destruyen, simplemente son y saben que son; y aquí termina todo, no hay acción, no hay gesto, no hay lucha (ni siquiera hay resistencia pasiva), simplemente hay tedio, hay blanco (o gris), hay bloqueo, no hay nada.

Y, ¿por qué un virus zombi de estas características?, es mucho más potente la figura de zombi de naturaleza dual (cuerpo sin alma o alma sin cuerpo), sí, pero ya no resulta efectivo en un contexto de tantísima posibilidad como es esta trepidante sociedad plural. Una vez más, el sistema capitalista se ve obligado a reinventar, flexionar y absorber para sobrevivir triunfante; se trata de un clic más en la reutilización de la figura de zombi. Me explico: todas sabemos que una de las apariciones de la figura de zombi fue utilizada como retrato y crítica a la sociedad consumista; también todas sabemos que rápidamente el sistema fue capaz de absorber dicha figura y convertirla en personaje-producto, en peón, en alimento. Bien, resulta tan voraz el hambre del capitalismo que ya no queda ni una mísera migaja de la naturaleza zombi. Están por todas partes, sí, en video-juegos, películas, cómics, novelas, posters, calzoncillos, camisetas, sábanas, revistas, televisión, helados, caramelos, etc., pero su naturaleza se ha reducido a herramienta de venta, a producto; ya no existen esas zombis, nadie cree en ellas, ya no existe el temor al apocalipsis o al virus zombi, ya nadie sueña con ello sin el prisma de la alejada ficción que tranquiliza siempre en todo despertar. Esto suponía un hueco, un vacío, que el sistema quiso rabiosamente aprovechar. Por ello, se creó el nuevo virus zombi, un virus que bloquea, que prohíbe la acción, ya en vida, ¿qué hay más efectivo para el capitalismo que un virus que frene todo tipo de hacer sin frenar el pensar? Un estado de no-consciencia se detectaría mucho más rápido (sobre todo después de la súper-instrucción que el mismo sistema se ha encargado de hacer a to’ kiski sobre las zombis) y podría existir algún tipo de resistencia por parte de las no-afectadas, la no-consciencia ya no interesa, ahora se lleva la consciencia, la reflexión, y el no-hacer-nada. Se creó, y cuando digo “se creó”, quiero decir “se trajo a la realidad”, existe. Existe y yo misma me lo induje y lo padecí (sí, el nuevo virus zombi es reflexivo en todos los aspectos).

Otra característica de este virus zombi es que su espacio de propagación e inducción es la quinta dimensión, la dimensión propia de la telepatía, del subconsciente (que, por muy punkis que seamos, siempre alberga discurso capitalista) y de los sueños; al fin y al cabo, la dimensión donde la ficción se empodera del espacio y del tiempo. Aquí tiene sentido el carácter reflexivo, de auto-inducción, del virus: la quinta dimensión es la dimensión mental, donde las construcciones mentales reinan y el sujeto brota por todas partes, un espacio muy fértil para el virus. Esto lo descubrí porque, después de las mil bromas que hice respecto al virus zombi sin saber lo que decía, una colega me contó que soñó con un apocalipsis zombi. Es extremadamente interesante este punto, pues en realidad no soñó con un apocalipsis zombi, sino con un intento fallido de apocalipsis zombi: esta vez ganaban las buenas. Para alimentar la curiosidad de las morbosas: las zombis, en el sueño de la colega, se mataban gracias al ataque físico directo de unas jóvenes en banda que, con robots construidos por ellas mismas y parapentes, lograban propinar al ejército de monstruos. Gracias a este sueño, mi colega, sin saberlo, le dio al virus zombi donde más le duele, en su dimensión favorita, la quinta, la de la ficción; y al compartirlo conmigo pudo ayudarme, también sin saberlo, a curarme, a eliminar el virus de mi cuerpo y, sobre todo, de mi alma. El curarme estaba a la vuelta de la esquina, solo debía soñar más, hurgar más en mi subconsciente, y vencer desde allí esta dolencia. Y, volviendo solo por un momento a las capsulitas de cuatro aceites esenciales que me vendieron las chicas de la farmacia, no eran ningún engaño, claro, todo cobró sentido en aquel momento, eran la alternativa a la industria farmacéutica, la parte “herbolario”, lo anticapi’ material. Todo estaba dispuesto para que yo venciera. Y así lo hice.

Y, ahora, al escribir todo esto, me estoy dando cuenta de que, en realidad, estas letras no son más que parte de la terapia para curarme, pues pienso que quizá el identificar, reconocer y focalizar, puede ayudarme a soñar más concretamente y a crear las condiciones que necesita mi revolu’ interior para nacer y sacarme de esta terrible convalecencia, de esta no-muerte tan lenta y larga, y llevarme a la acción de nuevo, a esta pelea que es la vida, al gesto teatral del deslizar-se y penetrar en algunas cosas.

Pero el nuevo virus zombi no cesa, es una constante amenaza que estamos sufriendo todas desde quién sabe cuándo, y que no todo el mundo es capaz de identificar del mismo modo y vencer. Por eso advierto de su existencia y narro mi experiencia, por dar a conocer un poco más el arduo rol que sin otro remedio debemos ejercer, por esbozar un poco otra de las dimensiones de ataque a la vida que está utilizando el capitalismo. Así, invito a la precaución que hay en la formación crítica y a la cura que hay en lucha anticapitalista.

Por último, para ayudar a detectar este virus, voy a enumerar algunos de los que yo considero síntomas: tos, urticaria, mirada perdida, un constante nihilismo ensordecedor, repentino gusto por placeres vacíos típicos de las hipsters o modernas (como Sala Apolo o Twitter), tedio, un efímero alivio en el vino blanco, dificultad para mantener conversaciones y sobre todo para escuchar (o comprender), pesadillas introspectivas cada noche, brotes de lokurita (con k) que son leídos como nerviosismo, payasería o borrachera, etc. Sin embargo, no hay que olvidar que el virus zombi es más mental que físico; el cuerpo físico no es más que reacción, la creación y recreación está en la mente, en el sueño, en la enajenación del pensamiento pervertido. Es importante también saber que en especial es peligroso este virus en agosto, justamente cuando las defensas del discurso crítico político están más bajas, cuando el activismo se congela, cuando la lucha de clase se deja eclipsar por el sexo y las drogas (placeres muy amigos también de la quinta dimensión); así es que debemos estar mucho más atentas durante esta época, compañeras, el nuevo virus zombi se mueve entre nosotras.


5 de agosto del 2014, Barcelona

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